El martes 13 de septiembre me desayuno que a partir del 2 de septiembre de 2016 se ha dispuesto por el Director General de Cultura y Educación “la incorporación del Himno a Sarmiento” en todas las fechas correspondientes al calendario de actos escolares, exceptuando el 12 de octubre y el 2 de abril.
Se arguye en la misma notificación oficial que tal decisión procura dotar los actos evocativos de “referencias que contribuyan a la Independencia de la República Argentina y su consolidación”; que Sarmiento es “una de las figuras más representativas del proceso de consolidación del Estado Argentino” en especial por “su aporte a la concreción del Sistema Educativo Nacional”.
El estupor se apoderó de mi persona al corroborar cómo sin la más mínima conciencia de los procesos políticos atravesados por la ciudadanía argentina devenidos (como mínimo) desde antes de la última dictadura militar, por los cuáles como sociedad hemos puesto ojos críticos a aquellos íconos de la historia reproductores de colonialismo, elitismo, intolerancia, violencia, genocidio, xenofobia y sobre todo, aquellos que han dado cuenta de un apego irrestricto a un modelo de desarrollo económico que importa intereses foráneos y anestesia la conciencia de clase.
Todo nuestro crecimiento ciudadano, todas nuestras nuevas concepciones pedagógicas latinoamericanas de la liberación -empeñadas en asumirnos como colectivo regional atravesado por las mismas opresiones- han quedado arbitrariamente soslayadas a la sombra de la re significación de un señor que no tuvo miramientos a la hora de naturalizar la discriminación, de aplaudir el crimen como correctivo social y pensar el desarrollo de una nación a espaldas de las identidades diversas que la componían.
Un señor que representa, a mi gusto, lo más lamentable de los argentinos: la falta de conciencia de clase.
Dice Felipe Pigna en su página web “El Historiador”:
“Desde el gobierno, Sarmiento intentó concretar proyectos renovadores como la fundación de colonias de pequeños agricultores de Chivilcoy y Mercedes. La experiencia funcionó bien, pero cuando intentó extenderla se encontró con la cerrada oposición de los terratenientes nucleados en la recientemente fundada Sociedad Rural Argentina, que en la persona de su presidente Enrique Olivera, le hizo saber a Sarmiento que el sindicato de los terratenientes consideraba “inconveniente implantar colonias como la de Chivilcoy donde ya estaba arraigada la industria ganadera”. Sarmiento se enojó y declaró: “Nuestros hacendados no entienden jota del asunto, y prefieren hacerse un palacio en la Avenida Alvear que meterse en negocios que los llenarían de aflicciones. Quieren que el gobierno, quieren que nosotros que no tenemos una vaca, contribuyamos a duplicarles o triplicarles su fortuna a los Anchorena, a los Unzué, a los Pereyra, a los Luros, a los Duggans, a los Cano y los Leloir y a todos los millonarios que pasan su vida mirando cómo paren las vacas. En este estado está la cuestión, y como las cámaras (del Congreso) están también formadas por ganaderos, veremos mañana la canción de siempre, el payar de la guitarra a la sombra del ombú de la Pampa y a la puerta del rancho de paja”.
Sarmiento pretendió enfrentar a la oligarquía “fabricando una clase” a expensas del genocidio de las poblaciones originarias pero eso sí, abrazado a un concepto de nación validado en la exclusión y creando un sistema educativo que contendría y esparciría sin límites todo esta gama de valores políticos que hoy hacen de nuestras escuelas dispositivos destinados al disciplinamiento social que abortan complejidades con forma de seres humanos excluidos, que alienan docentes creativos y comprometidos sepultados en largas licencias psiquiátricas y que se destacan por el descenso en picada de los niveles de aprendizaje por no poder -otra vez y como siempre- comprender la riqueza de las diversidades y por normalizar las violencias como parte del paisaje.
La presencia ausente de su amiga Juana Manso en nuestro calendario escolar, conocedora y defensora de la libertad, la paz y la autonomía en la educación, cuanto de los derechos de los pueblos originarios, da cuenta de cómo el patriarcado se reformula otra vez -en el mundo de Trump y del Acuerdo Transpacífico- en un neoliberalismo aberrante y anacrónico.