Una mirada sobre exclusión, identidad y tensiones en el espacio público.

El velorio de un joven ocurrido la semana pasada en Chivilcoy reabrió un debate incómodo pero necesario. La congregación de grupos de jóvenes para despedir a uno de los suyos, con cortes de calle, ruidos y conductas disruptivas, generó malestar en muchos vecinos. Sin embargo, para quienes participaron, no se trató de un último adiós, sino también de un acto de pertenencia. Allí aparece el verdadero interrogante: ¿qué conflicto social subyace detrás de estas prácticas?
Este tipo de ritual da cuenta de cómo la marginalidad simbólica y material atraviesa los territorios y de cómo las culturas globales, amplificadas por las redes sociales, circulan y se resignifican con rapidez. Gestos rituales foráneos son apropiados, adaptados y transformados en marcas identitarias de la juventud.
Lo más preocupante de la expansión de ciertas prácticas de origen subcultural marginal ha sido su creciente legitimación y reproducción desde espacios institucionales, muchas veces facilitadas por el propio Estado a través de políticas asistencialistas que, lejos de promover integración, han consolidado procesos de exclusión estructural.
En este contexto, la pobreza estructural y la informalidad han desplazado las bases materiales necesarias para que amplios sectores accedan a bienes culturales, educativos o simbólicos que antes funcionaban como herramientas de movilidad social. Mientras que, han emergido nuevas formas culturales desde la marginalidad, validando y promocionando una estética que termina convirtiéndose en modelo aspiracional, especialmente entre los jóvenes más vulnerables. No se trata de una subcultura que desafía el orden, sino de una que naturaliza la exclusión como destino.
A esto se suma que las escuelas, antes garantes del mérito y la movilidad, han mutado hacia una función más asistencial que pedagógica, debilitando su capacidad de transformación real. En un panorama en que las instituciones han perdido peso y estabilidad, los individuos quedan expuestos a procesos de socialización fragmentados, muchas veces absorbidos por «referentes» informales o digitales que promueven valores contrarios a la convivencia democrática.
En este marco, la cultura “villera” no sólo se reproduce, sino que se institucionaliza: la exaltación de la transgresión, el desprecio por la norma y la ocupación del espacio público como gesto de poder simbólico han reemplazado a valores como el esfuerzo, la disciplina o la educación formal.
Así, prácticas ajenas al entramado social local son apropiadas y resignificadas como formas de identificación colectiva, dejando como resultado un escenario de tensiones crecientes entre distintos sectores de la comunidad, donde el conflicto no solamente es cultural, sino profundamente social.
A.V.








