CINE
La vida de Oscar, “el aparecido” es un cortometraje que se proyectará este viernes en el Teatro El Chasqui.
El trabajo presenta la vida de Oscar Ojeda quien después de perder el empleo en un horno de ladrillo, se encaminó hacia una existencia aislada, olvidada, en un automóvil abandonado en las afueras de nuestra ciudad. Allí, mientras comparte sus días sólo con algunos perros, empieza a ser fotografiado por el alma de Daniel Muchiut, en una tarea gigantesca que comenzó hace 20 años.
Uno de los resultados inevitables de la muestra fotográfica devenida filme gracias al Colectivo La Confianza, es reflejar gran parte de la sociedad empobrecida y abandonada. Nada de casual tiene esta proyección en los tiempos dramáticos que volvemos a vivir los argentinos. La dolorosa existencia de Oscar no es una fatalidad del destino, es el resultado de feroces palizas y persecuciones por parte de la policía a lo largo de su vida y el maltrato de quienes lo convirtieron en una especie de “Viejo de la Bolsa”.
Una vez más, el camino para hacer visible lo que el poder necesita ocultar se concreta a través del arte, manifestando lo latente, explicitando lo implícito, invitando al desafío de animarnos a ponerle nombre a eso que habita el territorio de lo inconsciente, de lo prohibido, de lo que para algunos sigue siendo prudente y más cómodo ignorar.
Entre tantas escenas intensas del trabajo, hay una que elijo como clave para comprender el drama de Oscar (el drama de tantos, el de millones de hombres y mujeres) y es aquella en la que rechaza el modesto techito de chapa que le ofrecen para salir de la intemperie y resguardarse.
Ese suceso muestra, como pocos, de qué manera el terror hirió y laceró el cuerpo y el psiquismo de Oscar quien ya no se siente merecedor ni siquiera de esa protección. Quien tortura desplaza gran caudal de su culpa en la víctima haciéndolo sentir inferior, porque fue inferiorizado, despreciable porque fue despreciado, rebajado porque fue desvalorizado.
La trampa es perfecta. El reprimido, las más de las veces termina sintiendo y pensando con las categorías del represor. Lo perverso es que ese terror que grava el miedo, a un mismo tiempo lo oculta. Nadie sabe explicar por qué cambió tanto Oscar, ni siquiera él mismo. Oscar, como tantos de nosotros, por eludir la muerte que tenía que enfrentar afuera, (¡¿cómo enfrentarla?!) terminó dándosela de algún modo él mismo.
Cruel metáfora de una penosa obstinación argentina que regresa cruelmente en estos días tan negros como amarillos. Por eso entiendo que es imperioso hacer visible una distancia, la que queda establecida entre el padecimiento del terror, y la locura como posible punto de fuga; trabajar para que emerja esta distancia oculta, para que se devele, es decir, para que se quite el velo que no nos permite ver cómo, quién y para qué se generó ese sometimiento.
Finalmente agreguemos que la “cura” de Oscar, y también la nuestra, no será nunca un hecho individual o aislado que se resuelve en los pliegues de la propia conciencia, o en un diván, sino un acontecimiento eminentemente colectivo, es decir político y es la definitiva rebelión frente al sistema que oprime.
Si hoy Daniel Muchiut puede contar que Oscar es el tipo más alegre y divertido del Hogar en donde vive, y el cortometraje da cuenta de eso, tampoco estamos frente a un hecho casual. Es más bien el fruto de un duro y doloroso esfuerzo por regresar en busca de lo perdido, para reparar lo roto, para abrir un lugar de abrazo y esperanza allí donde el odio y el desprecio del poder pretendió sembrar muerte y desolación.
Enrique Yapor