Nos hicieron creer que después de los 50 viene la retirada. Que se apaga el deseo, que el cuerpo deja de importar, que la voz se vuelve ruido de fondo. Que la belleza nos abandona y que ya no tenemos nada nuevo que decir. En la publicidad, en las redes, en el cine, las mujeres grandes somos sistemáticamente borradas. Y si aparecemos, es solo si disimulamos la edad. Si parecemos otra: más joven, más delgada, más aceptable.
Se nos permite existir bajo condiciones. Que no incomodemos. Que no digamos demasiado. Que el cuerpo no revele el paso del tiempo ni el deseo sobreviva a los años. Es el mandato de la juventud eterna disfrazado de autocuidado. Una forma de disciplinar nuestras vidas y nuestros cuerpos. Nos quieren decorativas, rejuvenecidas. Nunca reales.
Pero nosotras estamos. Con arrugas y convicciones. Con historias, marcas y cicatrices. Con deseo, rabia, placer, amor. Con preguntas, proyectos y búsquedas. No queremos ocupar un lugar a cambio de parecer otras. Queremos existir así como somos. Queremos ser sin pedir disculpas por haber vivido.
Envejecer no es solo una transformación estética. Es un proceso vital complejo, atravesado por pérdidas —de vínculos, de roles, de certezas, a veces también de capacidades físicas— que nos confronta con la vulnerabilidad y con la necesidad de construir nuevos sentidos. Y ese trabajo profundo no siempre encuentra lugar. Porque el mundo sigue girando a velocidad joven, y el modo de estar juntos se ha vuelto cada vez más individualista. Estamos conectadas, sí, pero menos vinculadas.
Aunque si miramos hacia atrás, reconocemos avances: tenemos más permisos que generaciones anteriores, más espacios donde cultivar intereses, encontrarnos, construir. Pero el acceso a esos espacios no siempre es igual para todas. Depende muchas veces de las posibilidades materiales y las herramientas con las que cuenta cada una. La desigualdad también envejece con nosotras.
Por eso, es fundamental que sigamos imaginando y construyendo otros modos posibles de estar. Habitar espacios donde podamos ser con otras, crear con otras, compartir sentido y sostén. Porque envejecer no debería ser sinónimo de apagarse, sino una oportunidad de transformarnos y volver a elegir. El deseo de aportar, de amar, de hacer, de tejer algo con otras y para otras, toma una densidad distinta con los años: se vuelve más consciente, más libre, más urgente.
Necesitamos nombrarnos desde nuestras experiencias. Crear relatos que nos representen. Romper con los estereotipos que nos encorsetan: la abuela tierna, la mujer resignada, la que ya no está “para esas cosas”. Nosotras estamos vivas, deseantes, sabias. Queremos hablar, mostrarnos, ocupar los espacios que nos fueron negados y construir otros nuevos, que nos reflejen de verdad.
Queremos vernos entre nosotras con respeto y complicidad. Queremos que la historia de cada una importe. Que la palabra circule. Que el cuerpo se escuche. Que la emoción se habilite. Habitar el tiempo y el espacio con nuestra existencia entera.
Porque no somos la promesa de algo que vendrá. Somos la presencia de todo lo que ya estamos haciendo. Y esa presencia, tejida entre muchas, es profundamente política.
Las invito a tejer esa red.